
En una pequeña
habitación mi abuela preparaba la ración de millo de la mañana para las cabras,
llenaba las mochillas realizadas con tela de saco. Luego había que llevarlas al
corral, una a una se les ataba a la boca
y mientras los animales comían, ellos se sentaban e iban ordeñando todo
el ganado. Sus dedos se iban moviendo con precisión y delicadeza mientras el chorro
de leche caía en el balde metálico. Todavía oigo el ruido shhhhu, shuuuu.
Luego cargando
con ese gran tesoro acudían a otra habitación donde añadían en un barreño cuajo
a la leche. Esperábamos entonces el pequeño gran milagro, mientras, esa mujer
que siempre conocí mayor, preparaba la pinta y la sera. Poco a poco comenzaba a
escurrir la pasta de leche apretando con los nudillos sobre ese P-3 (sello identificativo del ganadero que se encuentra en la pinta) para que no
quedara en el queso ni un solo agujero. Sus manos ejercían presión, pero lo
hacía con tanto mimo, que el suero salía sin casi quejido, apretaba y apretaba,
una, dos , tres veces…las manecillas del reloj corrían y ella seguía elaborando
con esmero esos delicados quesos. Al terminar los cubría de sal para comenzar
la curación.
Tras un tiempo
que no logro calcular pero que se me antoja era de un par de días lo guardaba
en la quesera después de quitarle la sal.Continuaba así el proceso de curación.
Lo mejor
llegaba a medio día cuando nos sentábamos a la mesa. Un tablero sobre unos
bloques y por sillas unas cajas plásticas de refresco e incluso alguna metálica
con una goma espuma encima y Antonia, esa maravillosa mujer, que nunca tuvo una
queja, un lamento ni tan si quiera una reprimenda para la nieta de Tenerife que
le inundaba a preguntas, disponía un humilde potaje, un poco de gofio amasado en
zurrón y queso. Sus sabores y olores los recuerdo como si fueran hoy.

Hace años que ya no los elabora,
ese sabor se perdió, pero su recuerdo me lleva a ver una niña con trenzas
largas corriendo por las gavias diciendo: abuela, espera…una mujer de la que
hoy me doy cuenta de que enseñó mil cosas
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